Rabí ¿Dónde moras?

Publicado en las páginas 9 a 14 del libro El Lugar de Su Nombre. Un Simposio sobre la Iglesia. Su Diseño, Doctrina y Prácticas. Por 20 Autores. Segunda Impresión (2000)

por William (Guillermo) Williams.

La familia nuestra era religiosa, del viejo tipo presbiteriano. Mi abuelo fue líder en la división, cuando en 1844 la Iglesia Libre de Escocia se separó de la Establecida. Mis padres al casarse, se unieron a la Iglesia Establecida de Escocia. Ellos eran enteramente sinceros en su creencia, pero lamentablemente permitían que el clérigo interpretara la Biblia para ellos.

Un día, siendo muchacho de doce años, cuando regresé a casa desde el colegio, mi mamá me informó del telegrama que anunció la muerte del abuelo. Yo nunca antes había visto un cadáver; allí yacía el cuerpo del que había conocido en vida. Por primera vez en mi vida, oí dentro de mí una voz: “si tu cuerpo estuviese en esa urna, ¿dónde estaría tu alma?”

El 9 de mayo de 1898, empecé como aprendiz de ingeniero en los astilleros de Hall C.A., en Aberdeen. Al principio del año 1900, aconteció algo en el taller que provocó muchos comentarios, la conversión de Kenneth McKay. Al fijarme cómo Kenneth soportaba la burla y los insultos, y tan pacientemente confesaba su fe en Cristo, empecé a darme cuenta de que era verdad lo que me decía frecuentemente, que yo andaba en el camino al infierno. Yo le molestaba a él, echándole broma. A veces discutía con él con la polémica de que no había Dios, ni cielo ni infierno, aunque yo creia en su existencia.

El 20 de octubre de 1900, sábado en la noche, me acerqué a un culto al aire libre y oí al predicador, con cara radiante, proclamar el evangelio. Al regresar a mi pensión, oí el reloj dar las 9 p.m. Fui a mi habitación y, cerrando la puerta, me arrodillé al lado de la cama. La verdad de Romanos 5:6 vino a mi mente: “Cristo murió por los impíos”. Allí mismo, confié en Él como mi Salvador. Entró una paz en mi corazón; me parecía que todo fue tan sencillo. Me preguntaba si duraría el gozo; pero el domingo por la mañana era verdad todavía. Sabía que Kenneth McKay asistía a un lugar llamado La Misión Gordon así, resolví ir aquella mañana después del desayuno.

Hallé la Misión, y adentro descubrí que Kenneth era portero, y repartía los himnarios. Se sorprendió al verme entrar, pero me dio un himnario y me señaló un asiento. El ambiente era diferente a lo acostumbrado en las iglesias; el cantar fue alegre, el mensaje sencillo y práctico y se veía mayor amistad entre los miembros. Volví al culto en la noche. El lunes, llegué temprano al trabajo. Evidentemente los aprendices se habían fijado en un cambio porque, como dos horas después, uno se acercó y me preguntó si me había convertido. “Sí, Jorge, Dios me salvó el sábado en la noche”. Él fue derechito a los otros y dentro de poco todos me rodearon como una manada de lobos. Pero el Señor no me faltó, y en vez de aterrorizarme, me sentí fortalecido con un coraje que jamás había experimentado antes.

La Biblia llegó a ser un libro completamente nuevo para mi y la que mi querida madre me había dado cuando salí de casa, ahora la leí y la volví a leer. Pronto vi mencionado en la Biblia el bautismo; y además, tuve el deseo de bautizarme. Pero lamentablemente el bautismo era tabú en la Misión. Kenneth me dijo que el bautismo pertenecía al periodo de la transición y no al de la Iglesia. Resolvimos hablar a uno de los evangelistas. Él dijo: “El bautismo es una ordenanza, y así no es de fe. No es necesario ser bautizado”. Como resultado, en vez de bautizarme, empecé a leer la Biblia, buscando textos para demostrar que no debía bautizarme.

Yo tenía una tía que había escandalizado a su familia, y a la religión tradicional, por haberse convertido; ella se había bautizado en la represa de un molino, y cuando supo que yo había creído, me molestó con cartas acerca del bautismo. Cuando un día yo estaba en Aberdeen, ella me llevó a un culto de su asamblea (que se congregaba en el Nombre del Señor), en la Calle St. Paul. En la misión, nos habían advertido acerca de una secta “terrible” que ellos llamaban Los Hermanos de Plymouth. Descubrí que en muchas Iglesias y Misiones existía este prejuicio arraigado en contra de los que se congregaban sencillamente en el Nombre del Señor Jesús, a quienes ellos ponían por sobrenombre Los Hermanos de Plymouth. Se hablaba en contra de ellos porque su fidelidad a los principios del Nuevo Testamento condenaba las prácticas de otras congregaciones con sus predicadoras, la recepción de ofrendas de los inconversos, sus pastores asalariados y la celebración de la Cena del Señor solamente cada mes. Todo esto me hizo sentir incómodo en el culto de la Calle St. Paul aquella noche que asistí.

Yo me dejé llevar por este prejuicio, y aun repetía calumnias en contra del pueblo del Señor que se reúne solamente en su Nombre, sin averiguar la veracidad de lo que se decía. Pero fui sólo uno entre muchos que hacían lo mismo.

Las diversas doctrinas han sido la plaga de la Iglesia. En vez de tomar con reverencia la Palabra de Dios tal como es, por razones materiales y eclesiásticas, la han torcido y adulterado. El Dr. Bullinger estaba en su apogeo cuando yo creí en 1900. El grupo de sus discípulos creció, y nos retiramos de la Misión. Se alquiló un Local en la Calle George donde predicábamos el evangelio los domingos, y pasábamos las otras noches libres en Estudios Bíblicos, utilizando las cartas de Bullinger como libros de texto. Nos sentábamos hablando de las palabras griegas y su sentido, y como pichones de palomas, tragábamos las píldoras de aquel hombre. Nunca perdimos nuestro celo por el evangelio y cada jueves, como doce jóvenes, íbamos al sitio de Castlegate. En medio del sonido de la gaita escocesa (gaita gallega) y la multitud de oyentes, predicábamos el evangelio. Dios nos dio fruto y almas creyeron. A veces, algunos creyentes de las Asambleas (de los Hermanos que se congregaban en el Nombre del Señor) nos ayudaban: pero hicieron poco para convidarnos a sus Locales o ayudarnos a conocer la doctrina de los apóstoles. Sin darse cuenta, ellos estaban apoyando nuestros errores doctrinales, al reunirse con nosotros. Así es el caso, que los hermanos que conocen la verdad y fraternizan con el error, teniendo comunión con las denominaciones, no ayudan en nada a los que no conocen la verdadera doctrina.

Al principio de 1905, mi sueño de conocer al Canadá fue una realidad, y me enamoré de ella enseguida. En Toronto, tuve mayor ejercicio por hallar un lugar donde se obedeciera toda la Palabra de Dios. Conocí a muchos creyentes porque yo predicaba el evangelio al aire libre, e iba arriba y abajo buscando un lugar bíblico. Fui a una Iglesia de la Calle King, pero me fue repugnante. Luego probé las Misiones, pero ellos tenían predicadoras, y yo sabía que eso era en contra de la Biblia.

Pero yo amaba al evangelio y su obra. Un sábado, oí a uno predicando en la Calle Queen. Nos paramos para escuchar. Los oímos anunciar sus cultos en un Local en Broadview y fuimos el domingo en la noche. Escuchamos un buen culto en un local repleto de gente. Pero parecía que estábamos perdidos entre el gentío, porque nadie nos habló. Salí, resuelto a no volver, porque descubrí que este buen grupo que habíamos oído pertenecía a Los Hermanos. No me imaginaba que dentro de dos años, yo sería bautizado en aquel Local Evangélico.

Progresé en la Compañía de Ferrocarriles donde trabajaba, y llegó el momento cuando pensé que estaba en condiciones de casarme con la joven a quien yo había conducido a Cristo años antes. Habiendo llevado compromiso por algún tiempo, resolvimos casarnos. Teníamos una misma mente, pues mi esposa era tan fervorosa y entusiasta como yo. Nuestro hogar llegó a ser un centro de reuniones de creyentes del mismo parecer. A veces fuimos invitados a Las Misiones a Los Desamparados, donde se oían muchas aleluyas, pero los métodos usados no cuadraban con la Biblia.

Poco después, tuve un ascenso en el empleo y me trasladaron a Stratford, Ontario. Nuestro primer propósito fue buscar UN LUGAR de reuniones. Una noche fuimos a una misión. Había orden hasta que entraron dos jóvenes atractivas, las cuales empezaron a hablar, y también unos hombres barbudos, los cuales se arrodillaron y comenzaron a hablar en lenguas. Me di cuenta de que estábamos en un culto de los Pentecostales. No sabia qué hacer, ¿salir por encima de los cuerpos postrados, o esperar? Me regocijé cuando se calmó el fervor un poco, y aprovechando, salí por la puerta con la resolución de no volver jamás.

Luego descubrí un aviso: “Cristianos Congregados en el Nombre del Señor Jesús”. El lugar estaba calentado por una estufa, con 18 personas presentes. El culto fue sencillo, sin órgano, sin coro, sin formalismo; se explicó la Palabra en vez de predicarla. Después del culto, y cuando me ponía mi abrigo, porque era invierno, un caballero con barba pequeña y canas me dijo: “Buenas Noches! ¿Es forastero?” Este fue mi primer encuentro con el amado David Bridgeford, hombre que Dios usó en mi camino, quien con su porte amable dio más fervor a mi pobre corazón que cualquier otra cosa que había sentido por largo tiempo. Decidí asistir de nuevo a aquel lugar.

Poco a poco nos dimos cuenta de la triste verdad (así pensábamos), de que esta gente eran los mismos “temibles” Hermanos de Plymouth. Nos convidaron a su casa para estudios bíblicos. Les dije que sería inútil, porque ellos creían en el bautismo y la Cena del Señor y no trazaban bien la Palabra de Verdad. Pero el Sr. Bridgeford nos rogó y cedí bajo el compromiso de estudiar el libro del Génesis. Llegamos al capitulo 6 en nuestro estudio. Yo estaba contento porque pensaba que aquellos hermanos no podían hablar del bautismo en aquel capítulo. Pero me equivoqué, pues la historia del diluvio es ilustración de la muerte, sepultura y resurrección de Cristo y del bautismo de los creyentes (1 Pedro 3:20-21). Este asunto de la muerte y resurrección del creyente con Cristo, figurado por el bautismo, fue un argumento con el cual yo no me había enfrentado antes. Dije a mi esposa: “Todo esto me ha hecho pensar profundamente, y por cuanto estamos seguros de tener la razón, no debemos temer escudriñar la Biblia de nuevo, para averiguar si la tenemos o no”. Yo estaba resuelto a estudiar Los Hechos de los Apóstoles de nuevo, y determinar por mi mismo sin prejuicios. Me arrodillé con la Biblia abierta por delante. Así seguí noche tras noche. Hechos 2:41, 8:12 y 38, 10:48, 16:15 y 33 hasta 18:8: “Muchos de los corintios oyendo, creían y eran bautizados”. Aquellos cristianos tenian razón. Todo se veía tan claro y sencillo. Ambos resolvimos bautizarnos. Pero yo no tenía tranquilidad porque no queriamos ser bautizados hasta haber quitado todo inconveniente de nuestras vidas.

Mi conciencia me molestaba en cuanto a ciertas cosas que tenía que hacer en el trabajo de la Compañía de Ferrocarriles, las cuales no eran honestas, rectas ni honrosas. Si yo me bautizaba, tendría que retirarme de la Compañía. Hablé al Jefe, quien me dijo que yo era demasiado escrupuloso; que debería cerrar los ojos al ver algo no enteramente recto. Pero la verdad aprendida produjo el deseo en nuestro corazón de servir al Señor y renunciar a la ambición terrenal.

Conseguí trabajo en la Compañía Fairbanks Morse en Toronto. En la Avenida Brock hallamos un local sencillo con el aviso: “Cristianos Congregados en el Nombre del Señor Jesucristo”. Empezamos a asistir. Fuimos convidados a los hogares de los creyentes. Los ancianos nos preguntaron si deseábamos ser bautizados y recibidos en comunión. Les aseguramos que estábamos esperando eso. Pronto dos de ellos llegaron y se entrevistaron con nosotros en cuanto a nuestra conversión, etc. Nos informaron de un bautismo en el Local de Broadview y que arreglarían que fuéramos allí. Aquel martes de noviembre, 1907, hubo una lucha grande en mi. Nunca había visto un bautismo. Aquel paso fue el fin de mis ambiciones terrenales; de allí en adelante mi anhelo sería el servicio del Señor.

Cuando llegó aquella noche tan especial, había como quince varones, aspirantes al bautismo. También había hermanas, las cuales fueron sumergidas primero. Por fin me tocó el turno a mi, y oí aquellas palabras: “Mi querido hermano, yo te bautizo…” Y entonces, ¡Abajo, con un chapoteo! Creo que, por cuanto el bautismo representa una sepultura. nuestros amados hermanos que bautizan deben hacerlo de una manera reverente y lenta, al igual que cuando bajamos la urna al sepulcro, evitando tirar a la persona bruscamente al agua. Los creyentes empezaron a cantar con ánimo mi himno favorito: “Día feliz. cuando escogí servirte mi Señor y Dios”.

Aquel acto sencillo de obediencia parecía ser un nuevo principio para mí. Mi amada esposa sintió lo mismo. Nunca habíamos asistido al culto del domingo por la mañana. La cuestión de la Cena del Señor había sido asunto sobre el cual por años estábamos indecisos. Fuimos al Local Evangélico de la Avenida Brock y nos asignaron un asiento atrás. Nos fijamos en el cambio del arreglo de las sillas. Como 120 estaban puestas alrededor de una mesa, sobre la cual estaban un pan y dos copas de vino. Hubo silencio, apto para la solemnidad de la ocasión. A la hora indicada, un hermano anunció un himno apropiado. Luego uno tras otro dirigió la forma de adoración y acción de gracias; todo era nuevo para nosotros. “Allí estoy Yo en medio de ellos”, fue la promesa original; en verdad su preciosa Presencia fue una realidad aquella mañana. Lloraron mientras repasaron la vida santa del Señor desde el pesebre hasta la Cruz en las acciones de gracias. Dentro de nuestro corazón dijimos: “ESTE ES EL LUGAR QUE HEMOS BUSCADO POR TANTO TIEMPO”. Se partió el pan y se distribuyó entre los participantes; luego pasaron la copa. Se tomó la ofrenda, pero sólo de los que rodeaban la mesa en comunión. Se cantó otro himno, se leyeron las Escrituras y se cerró el culto con oración.

Era la primera vez que veíamos la celebración de la Cena del Señor sin tener presente un ministro ordenado para oficiar. Todos rodearon la mesa como uno en Cristo. Nadie dirigió el orden sino el Espíritu Santo. No hubo tropiezo ni confusión. El hermano que dio los anuncios indicó que mi esposa y yo deseábamos la comunión y que seriamos recibidos el domingo siguiente, D. M., si no había objeciones. Así tomamos nuestro lugar, y por 48 años hemos estado perfectamente satisfechos con el lugar donde al Señor le ha placido poner SU NOMBRE y su presencia.

ELLOS LE DIJERON: RABÍ (que traducido es, MAESTRO). ¿DÓNDE MORAS? JESÚS RESPONDIÓ: VENID Y VED.

Don Guillermo, en su libro, sigue describiendo sus experiencias después de aquel día cuando llegó a ser miembro de la asamblea que se congrega en el Nombre del Señor en la Avenida Brock, de Toronto. Los estudios bíblicos, celebrados corrientemente en la asamblea, le fueron de gran ayuda. Asistía a las conferencias y participaba en el evangelismo de los campos alrededor. Su interés en la obra misionera se profundizó por oír cartas de misioneros en muchas partes, incluyendo a Venezuela. Algunos siervos del Señor le animaron en cuanto a dedicar su tiempo totalmente a su servicio. Resultó que los ancianos de la Asamblea de Brock le apoyaron, y el 10 de abril de 1910, él y su esposa salieron en barco desde Nueva York, rumbo a Venezuela.

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